Discurso leído por José Rafael Lantigua en la instauración el pasado miércoles 12 de los corrientes de la primera cátedra literaria del sistema universitario dominicano, la Cátedra René del Risco Bermúdez, en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestro, Recinto Santo Tomás de Aquino, de Santo Domingo.

El lunes 25 de enero de 1960, el episcopado católico produjo su célebre carta pastoral, justo cuatro días después de la festividad de Nuestra Señora de la Altagracia. A sugerencia del nuncio Lino Zanini, monseñor Juan Félix Pepén, Obispo de la Diócesis de la Altagracia, redactó el documento donde los seis prelados de entonces, encabezados por el Arzobispo Ricardo Pittini, afirmaban que no podían “permanecer indiferentes ante la honda pena que aflige a buen número de hogares dominicanos”, y recordaban la necesidad de promover y preservar los “sagrados derechos individuales”, los cuales pasaban a enumerar como para que quedara constancia firme de lo que buscaban transmitir a la feligresía y, en especial, a los altos mandos de la República: el derecho a la vida, el derecho a formar una familia, el derecho al trabajo, el derecho al comercio, a la emigración, a la buena fama, “tan estricto y severo que no se puede pública ni privadamente, no sólo calumniar, sino también disminuir el buen crédito que los individuos gozan en la sociedad bajo fútiles pretextos o denuncias anónimas, que sabe Dios en qué bajos y rastreros motivos puedan inspirarse”. Hemos de recordar que era la época del infamante Foro Público.
Los obispos clamaban a su vez por la libertad de conciencia, de prensa y de libre asociación, mientras reclamaban directamente a la más alta autoridad del país, que no era otra que el dictador Rafael Leónidas Trujillo que “en un plan de recíproca comprensión, se eviten excesos que, en definitiva, sólo harían daño a quien los comete, y sean cuanto antes enjugadas tantas lágrimas, curadas tantas llagas y devuelta la paz a tantos hogares”.
La carta pastoral estuvo motivada en los apresamientos masivos que habían tenido lugar en diferentes pueblos del país, sobre todo de jóvenes que se habían integrado al movimiento 14 de junio, fundado el 10 de enero de 1960 en la casa de Charlie Bogaert, situada en las afueras del municipio de Mao, un agrupamiento inspirado en la insurrección guerrillera de junio de 1959, ocurrida seis meses antes y cuyos integrantes combatieron en circunstancias adversas en Constanza, Maimón y Estero Hondo. Tanto la acción de los patriotas de 1959, como la fundación del movimiento conspirativo en honor a la fecha de llegada del primer contingente de la expedición, el 14 de junio, y de igual modo la carta pastoral de los obispos católicos del 25 de enero de 1960, conformaron una tríada poderosa que comenzó de modo definitivo a minar las bases sobre las cuales se había sostenido por tres décadas, a sangre y fuego, la dictadura de Trujillo.
El movimiento 14 de junio fue integrado en sus inicios por jóvenes y personalidades provenientes de la iglesia Católica. Una de sus bases fue el grupo denominado Acción Clero Cultural que dirigía el padre Daniel Cruz Inoa, del cual formaban parte tres jóvenes católicos de la época: Pachico González, Ezequiel González y Rafael –Fafa– Taveras. En esa tarea colaboraron seminaristas y sacerdotes como Vinicio Disla y el muchos años después obispo Ercilio de Jesús Moya, así como el entonces seminarista Nicolás de Jesús López Rodríguez. El Seminario Santo Tomás de Aquino, ubicado en el mismo lugar donde hoy se desarrolla este acto, fue un centro de actividad clandestina contra la dictadura.
El movimiento fue rápidamente develado por los organismos de inteligencia del régimen trujillista y apresada la mayoría de sus integrantes. En pocas semanas, sin embargo, el pequeño grupo había logrado formar células en diversos puntos del país. El doctor Julio Escoto, uno de los fundadores del movimiento, fue encargado de la región oriental y en su peligrosa tarea logró reclutar para la causa a un grupo de jóvenes notables de esa región, entre ellos Miguel Feris Iglesias, Óscar Hazim, Danilo Aguiló, Noel Giraldi, Radhamés Rodríguez Gómez, Ascanio Santoni, Fello Santini y René del Risco Bermúdez, conocido entonces en su nativa ciudad de San Pedro de Macorís con el sobrenombre de Chichí, quien apenas tenía 23 años de edad. Como los demás, fue condenado por los jueces de la dictadura a 30 años de prisión. Los complotados fueron llevados a la secreta cárcel La 40, donde fueron torturados salvajemente. La silente presión social de la época, siendo muchos de los apresados miembros de familias reconocidas, obligó al dictador a liberarlos meses más tarde.
La acción represiva contra los integrantes del movimiento 14 de junio se inició el miércoles 20 de enero de 1960, un día antes de la festividad altagraciana. Por esa razón es que se produce la reacción de la iglesia Católica el lunes 25 de enero, cuando se tienen noticias claras de los apresamientos y algunas familias acuden a sus parroquias a pedir que les ayuden con la localización de sus parientes. La carta pastoral es leída en todos los templos del país el domingo 31 de enero y en esa misma fecha, Joaquín Balaguer lee al dictador el documento en su despacho del Palacio Nacional, en compañía de Virgilio Álvarez Pina y Paíno Pichardo. El jesuita Antonio Lluberes ha dicho que “la logística de redacción y distribución de la carta fue un virtuosismo de sigilo, que no pudo ser detectado ni por los servicios de inteligencia, ni por los miembros del clero amigos del régimen”. “El Episcopado –afirma el padre Ton- hizo una sutil distinción en el clero e incluso evitó que el documento llegase a manos de los sacerdotes sospechosos de trujillismo. Esa primera carta usaba un lenguaje aséptico pero estridente para aquellos años de oscurantismo”.
El joven René del Risco Bermúdez inicia pues en esta difícil y tenebrosa etapa de la historia nacional, su andadura pública que, en tan solo 13 años dejaría una estela de presencia múltiple alojada siempre en el más alto nivel de proyección pues no conoció otro espacio que no fuese el de la cumbre. En la fotografía que los torturadores le tomaron en la cárcel La 40 se observa su rostro duro, de hombre altivo, no vencido por las circunstancias y más bien enfrentándolas con dignidad y aplomo. Sus cabellos ensortijados se asemejan a una pintura surrealista, como si acaso René Magritte hubiese concebido con ellos unos rizos que asemejaran, en el subconsciente protagónico que el dadaísmo impuso, una suerte de encrucijada hacia la dicha y hacia el portento, un camino de ondulaciones, victorias, celadas y tributos, donde la gloria fue acecho constante de sus predios y los cambios vitales una manera donde el azar ofrendara sus cosechas y sus espantos.
Aquí, en ese marco dramático, comenzó la historia de René del Risco. En la política insurrecta y en el martirio de los ideales. Ya había escrito algunos sonetos que fue la forma primigenia de su poesía, pero en enero de 1961, cuando se cumple el primer aniversario de su detención y del desvelamiento de la conspiración contra la dictadura, René escribe “Tiempo de espera”, un soneto que expresa su disposición a mantenerse dentro de la lucha clandestina y sus intenciones de sostener erecto el estandarte de su pasión patriótica, esperando la fecha en que se terminen aquellos vientos aciagos: Casi muriendo ya, solo en la espera / del prometido día sin quebranto, / sobre la dura piedra de mi canto / establecí mi Patria verdadera./ Aparté mi lucero, mi bandera / de amarga soledad alzada, en tanto / nutrí de dura luz mi desencanto / de paloma angustiada y prisionera. / Aquí mora mi voz, aquí en la esquiva / soledad donde espero la misiva / de alegre fuego o muerte mensajera: / aquí se nutre el arpa, aquí detengo / el poderoso arco que sostengo / para que el entusiasmo no se muera.
RENÉ HA DE CONTINUAR su vida. Una vida donde la comunidad provinciana construye un haber y una matriz. Y donde el fragor capitalino lo subleva y lo arrincona en un espacio-tiempo fluido y ardoroso. Nada lo vivió a medias. Sus desplazamientos vitales estuvieron siempre urgidos de dinamismo y ensoñación. Lo pregonaba su formación y lo enseñoreaban sus talentos. “René del Risco –al decir de su más firme estudioso y promotor de su obra, Miguel D. Mena- no sólo creció en un medio eminentemente urbano sino que se educó en su fluidez. Una línea de fuerza bastante significativa proviene del abuelo materno, Federico Bermúdez, autor que marcaría definitivamente la literatura nacional con su poemario “Los humildes”, primer texto donde se piensa un nuevo sujeto social que trasciende las visiones agrarias y comienza a erigirse en fundamental dentro del panorama de lo moderno”.
Es de suponer que durante ese interregno que va desde la decapitación de la tiranía hasta los meses de la guerra de Abril y la intervención norteamericana de 1965, René va construyendo su mundo, primero desde una cotidianidad marcada por los derroteros infaustos de un país que renace a la libertad entre desvelos mermados por las infames divisiones sociales y políticas, los desafueros de los remanentes de un periodo oscuro que dejó huellas, y los apremios de una juventud ávida de heroísmos sustentados en la necesidad de producir un real cambio de conductas y de proyectos de vida. René estuvo siempre ambulando entre estos recovecos medulares, como el que se solaza en la dicha del reproche a una sociedad rota y sin destino, o como el que se encumbra sobre los cimientos de un arbitrio de juego y deleite. Entre esas dos hondonadas. Entre esas dos avenidas.
Su familia lo urge a exiliarse a Puerto Rico, de donde regresa cuando ya la dictadura ha muerto y los gendarmes de su fábrica de oprobios habían echado vuelo bien lejos. En la isla borinqueña se adueñó de sus fuentes y aprendió a consolidar su ingenio. De esa época quedó un “Estribillo de Puerto Rico” con música de Rafael Hernández. Nunca fue canción, pero fue poema de resonancia isleña, unido al quebranto mutuo, a los callejones jíbaros entremezclados con el edén marcado por las botas imperiales que, en su día, tal vez sin sospecharlo, René combatiría desde su comando de letras. “Puerto Rico es un país/ que sueña junto a una playa / de añil y de caracolas,/ de espumas y de muchachas./ Los peces velan su sueño / que baten las tibias olas; / bajo el cielo está Borinquen / como una paloma sola./ […..] Puerto Rico baila y sueña / bajo botas y maracas. / Puerto Rico es un país / que llora junto a una playa”.
Cuando el líder del agrupamiento político al que pertenecía, cae asesinado en Las Manaclas, luego de un frustrado intento guerrillero en 1963 –hace apenas dos años del fin de la dictadura y tres meses de que se cortara bruscamente el primer intento de gobierno elegido democráticamente- el poeta que siempre fue escribe “a manolo devotamente” su poema “Palabras al oído de un héroe”: Comandante, /dime que todavía puedes escucharme! / Dime, oh limpio y Alto comandante,/ Tú, hecho para el dolor y el llanto de tu Pueblo,/ dime que el viento puro / te rozaba la barba en la montaña,/ dime que la lluvia caía por la noche, / que era alto el camino,/ que el pardo cielo oscurecía la tarde, / que ardía tu frente sudorosa / -tu amplia y clara frente/ donde soñaban las palabras…/ Yo, que te recuerdo para siempre/ desde la tarde aquella de un domingo imborrable, / yo, que te vi bajar de tu lejano pueblo / con la luz necesaria en las pupilas,/ yo, que te vi bajo los golpes poderosos, / que canté junto a ti,/ que te hice sonreír como un muchacho de provincia,/ que me sentí tu hermano como aquella mañana / cuando besabas a mi pequeña hija/ a la que puse un nombre que tú amabas/ con angustiado apego…
Y entonces, un año y medio más tarde llegaron las metrallas y el suceso abrileño abrió las compuertas de la redención anhelada. René estaba en el surco, sembrando. Se fue a la trinchera como lo que era, un poeta, y junto al publicista Miñín Soto escribió la historia de la afrenta y del valor. Estuvo en la ciudad intramuros cumpliendo su encomienda, la que creó su pensamiento propio y la que acunaron sus desvelos y sus ideales. La vida le depararía una misión que, tal vez, nunca tuvo del todo segura de que le tocaría emprenderla. Todo lo que vendría después, desde sus letras de poeta y narrador, fue la crónica de la guerra, de sus muertos, de las ideas vencidas, de las palabras tristes, de las noches y sus bordes, en fin, de la guerra. De la guerra que fue asonada de milicias resurgientes de su malestar de siglos, y de la guerra que fue asiento de patria en el espacio violado por el interventor.
René del Risco es el gran cronista de la épica del 65. Desde el poema y desde la narrativa, sus letras giraron siempre sobre este tema que lo signó y lo encumbró. Su único libro publicado en vida, “El viento frío” fue el gran estallido de la literatura dominicana posguerra, como lo fue “Hay un país en el mundo” que como he dicho en otros lugares, es el poema fundador del país que nació de nuevo a partir de 1961. “El viento frío” fue el poemario que señaló la incertidumbre, la fugacidad de los tiempos de solidaridad bajo el telar de los sueños de redención, el amargo bebedizo de la pérdida y la realidad marcada por los vencedores.
…el viento frío que acerca su hocico suave
a las paredes, / que toca la nariz, que entra en nosotros / y sigue lentamente por la calle, / por toda la ciudad…
Era el viento frío que llegaba cuando comenzaba a caer la noche. Y es, a su vez, el preludio de una mañana que ha de llegar sin atisbarse su real componenda. Volverá la mentira a rodear los muros, otras miradas, labios rotos en una época de olvido: “En la ciudad, el hombre y la mujer/ han empezado a llenarse de tristeza…”
La poeta Soledad Álvarez, entonces una joven de 17 años, dijo que el libro fue “un deslumbramiento”. Y hace notar en su testimonio de aquel suceso poético que “El viento frío quedará como el único poemario de la generación del 60 que trasciende sus referencias inmediatas para seguir hablándonos de nuestra condición de hombres y de mujeres huérfanos de utopías”. El poemario, sin embargo, provocó algunas turbulencias, incluso entre los miembros de su propio grupo literario, El Puño, que había fundado después de la guerra junto a Miguel Alfonseca, Ramón Francisco, Marcio Veloz Maggiolo y Jeannette Miller, entre otros. Es difícil enfrentar la verdad del daño, del extravío, de la tronera, del fracaso, del errante vacío. Lo cantó Machado al poeta y su muerte: “Porque ayer en mi verso, compañera,/ sonaba el golpe de sus secas palmas,/ y diste el hielo a mi cantar, y el filo/ a mi tragedia de tu hoz de plata,/ te cantaré la carne que no tienes,/ los ojos que te faltan…” Y la cantó Vallejo en su “Imagen española de la muerte”: “Ahí pasa la muerte por Irún:/ sus pasos de acordeón, su palabrota”. Es difícil enfrentar la verdad. Los vencedores fueron los otros. Doce años bastaron después para consumar, por completo, la derrota. (“Este es un juego triste,/ inexcusablemente triste./ […] Y no sé, pero en esta mañana de marzo/ de 1967,/ me siento como siempre/ defraudado..!”).
Ya no era ésa la ciudad de los comandos, ni siquiera la ciudad anterior a los comandos y a los sueños. El viento frío circulaba en los rostros y en las sensaciones, en la memoria y en los estertores. Ahora se acababan las palabras “se harán ceniza del corazón,/ se quedarán para uno mismo…” René dejaba establecidas las coordenadas de lo sucedido y su respuesta a tantas interrogantes sublevadas. “El viento frío” es el libro que dejó escrita la historia de la posguerra y anticipó la ciudad que conoceríamos después. “Un libro memorable, un libro de época, generacional, destinado a convertirse en parte esencial de la realidad que lo inspiró, un libro vivo, palpitante de historia y de hondas vibraciones sociales”, en el juicio de Pedro Conde. El mismo crítico que afirmó, con certeza irrefutable, que esa obra de René no tuvo “más adorno que su sencillez ni más belleza que su verdad profunda”.
ENTONCES, FUE EL CUENTISTA. Rompía de nuevo los estilos y hacía girar los goznes de la puerta entreabierta de la narrativa dominicana. Anduvo por sus fueros. Terrestre, telúrico. Amor a la tierra, a sus cimientos, a su memoria. Cronista de la guerra, dije ya. Memoria viva del acontecer vital y de sus andrajos, de sus mustias bellezas y de sus frondas deleitosas. La muerte, las tardes, el béisbol, la vida pueblerina y sus asuetos de mar y cofradía. Polvos, noches, llantos. Poeta de la guerra y de San Pedro de Macorís. Testimonio y presencia. Una musa, Eurídice, solventando las cuentas de la noche y su semblanza (“Digo amor/ y es el tiempo de los pasos cantando, / y la invencible alondra que cuidó nuestro invierno”). Cuando todo fue poniéndose triste, cuando ya no sirvieron las palabras; cuando la noche se puso grande, muy grande, y en el barrio bajaron las banderas, René estuvo ahí para contarlo. Lo suyo no es narrativa, es memoria de una época y su tránsito. Como poeta y como cuentista, lo suyo fue “una ruptura radical con los lenguajes establecidos y con las poéticas dominantes. Allí nació una nueva imaginación y una nueva moralidad verbal”. Lo dijo Enriquillo Sánchez. “Fue él quien advirtió primero la derrota y fue él quien primero la escribió al descubrir ciertos orbes inéditos en la literatura dominicana”.

“Ahora que vuelvo, Ton” pasó a ser una nueva manera de insertarse en el hecho narrativo. Bastó volver al terruño nativo, auscultar su temperatura humana, desvelarse en el tránsito del pueblo a la metrópoli, escudarse en el recuerdo, y el resto fue uno de los relatos más celebrados de nuestra cuentística y el más vivo ejemplo de lo que significó el cambio de mentalidad, de oficio, de vida, en el autor y en todos los que, de una u otra manera, al ser provincianos vivimos similar experiencia, aunque con diferentes matices. En el cuento y en el poema, René clavó sus lanzas contra el tiempo hosco, el que quedó atrás. Fulgurante, lúcido, se hizo profeta del tiempo por venir:

Será entonces la mañana del amor

y las cigarras,

vendrán palabras de dulce paz

y alguien tal vez alce su canto

por los capitanes caídos,

por los días de incendio,

por las excelsitudes de los que no estarán entre nosotros.

Pero serán los días de sonreír

a la entrada de los cines,

de leer los periódicos,

de colocar ordenadamente las camisas,

de asistir a una boda,

y se hablará de los soldados

como tocando una antigua armadura…

Y entonces, proclamó la profecía:

Sólo el que entierra su corazón

podrá olvidarlo todo.

Entonces ya no será el amor,

será otra vez la huida,

serán los metales sonando,

la lluvia caliente sobre la ciudad:

se alzará una vez más la gran cabeza

de la muerte”.

El 20 de diciembre de 1972 el poeta, como afirma Enriquillo Sánchez, había ya dividido una época de otra. Le habían bastado 13 años de existencia pública. Su obra fue el signo de la transición, del trasvase, del cambio literario que no pudo darse ni en las trincheras, ni en las guerrillas, ni en el sacrificio, ni en los primeros efluvios democráticos. Antes, se hizo publicista y la historia de la publicidad en la República Dominicana le guardó un lugar de honor en la producción que logró asentar las bases de muchos productos criollos. Se hizo galán de la televisión y de la noche y se fue de ronda para llenar las tardes sabatinas con su elegancia en el uso de la palabra y de la gestualidad que hizo fama. Y se hizo compositor de temas musicales que quedaron grabados en la memoria de las mejores piezas de la canción dominicana. Y dueño de festivales y bohemias, de letras y versos, de cantares y jingles. Dueño de la época, eso fue.

Se le enrostra que fuera de la literatura a la publicidad, como si eso fuese pecado. Muchos, cuando él y después de él, hicieron lo mismo. ¿Hay alguna diferencia con ser banquero o secretario municipal? T. S. Elliot fue banquero. El novelista Luis Mateo Díez, autor de “La fuente de la edad” y “Brasas de agosto” ha sido archivista por largos años del ayuntamiento de Madrid. Lo de si la publicidad afectó la vida de René podría ser uno de los varios mitos tejidos sobre su existencia.

En 1972, hará 46 años en diciembre, se disparó la parca a su encuentro y en el malecón capitalino vio llegar su última hora. Tenía 35 años. Doña América Bermúdez, su madre, atestiguó que en varias ocasiones él había vaticinado su muerte temprana. “Desde muchacho lo predijo: yo voy a morir a la misma edad de mi abuelo Federico”, contó la progenitora de René a Ángela Peña. Se le adelantó en dos años. Su amigo, Freddy Ginebra, también dejó constancia de su premonición:
“Le aterraba la vejez… a veces hablaba en parábolas. Una vez me dijo dramáticamente que moriría joven, es más, hasta se atrevió a decir el año: ‘no paso de los 33’”.
Cuando escribió “Por la muerte de todos”, y que dedicara a su compañero de generación y de lucha en el 65, Jacques Viau, dijo, por él, por los demás: “No es morir, así, sencillamente morir./ Es haber estado firme dos minutos antes de la muerte/ sin pensar en echar hacia atrás, sin derrumbarse/ como un espantapájaros de trapo a las primeras ráfagas…[…] No fue simplemente morir. / Fue dar la cara para siempre”.
BIBLIOGRAFÍA:
René del Risco Bermúdez:
Cuentos y poemas completos. Presentación: Ramón Francisco. Ediciones de Taller, 1981.
Cuentos completos. Introducción y notas: Miguel D. Mena. Editora Manatí, 2003.
Poesía reunida. Editora Nacional, 2017.
El viento frío. Colección El Puño. sf y spi.
Archivos. Introducción: Miguel D. Mena. Ediciones Cielo Naranja, 2012.
Del júbilo a la sangre. Prólogo: Máximo Avilés Blonda. Ediciones El Jardín de las Delicias, 1997.
El cumpleaños de Porfirio Chávez. Ediciones El Jardín de las Delicias, 1997.
Miguel D. Mena:
René, así tan sencillamente. Ediciones Cielo Naranja, 2005.
René del Risco, lo dominicano, la modernidad. Ediciones El Jardín de las Delicias, 1997.
Antonio Machado. Donde las rocas sueñan. Antología esencial (1903-1939). Selección y prólogo de Joaquín Marco. Círculo de lectores, 1999.

César Vallejo. Obra poética completa. Introducción: Américo Ferrari. Alianza Editorial, 2009.
Tony Raful. Movimiento 14 de junio. Historia y documentos. Editora Búho, 2007.
Documentos de la Conferencia del Episcopado Dominicano (1955-1990). Presentación: Francisco J. Arnaiz, S.J. Colección Quinto Centenario, 1990.