“No sirven después las palabras”

«Sobre la dura piedra de mi canto establecí mi Patria verdadera.»  
René del Risco y Bermúdez

Durante algo más de una década, años comprendidos y reburujados entre los 60s y los 70s, cierta narrativa latinoamericana explotó e hizo boom. Vamos por partes, las más importantes.

En el 1967, un periodista colombiano,  Gabriel García Márquez, pone la aldea suramericana en todos los mapas del mundo y todos los latinoamericanos comprenden que, de una manera u otra, viven en Macondo (50 años después, siguen, seguimos, algunos seguimos haciéndolo). Tuerce un poco hacia la izquierda ese concepto carpenteriano de lo real maravilloso, que empieza a llamarse contundentemente realismo mágico a partir de sus Cien Años de Soledad. Sus influencias, tal y como el mismo Gabo las enumeró, van de la tragedia griega, Sófocles, hasta quien llamó su maestro en el discurso de recepción del Nóbel, William Faulkner, haciendo guiños a Joyce, Hemingway, la Woolf. Todos ellos leídos en diversas traducciones. Esas y otras influencias son foráneas (en el contexto de la lengua), aunque a lo largo de los años admitiría que las tenía de algunos latinoamericanos precursores del Boom, el dominicano Juan Bosch entre las más importantes. El tema de toda su obra literaria, que por cierto empieza a ver la luz no en los sesentas sino en los cincuentas, de acuerdo con él mismo, es la realidad de su país, Colombia; son la soledad, la política, las dictaduras, la izquierda, las farmacias, el amor, los remedios caseros, la prostitución, la longevidad, los cuentos de aparecidos, la miseria, el imperialismo, todo lo que siempre fue cotidiano en nuestros países, por obra y gracia de la imaginación portentosa del escritor, comienza a verse como maravilloso, mágico, extraordinario, en el norte blanco y en la Europa de la Guerra Fría.

Un poquitico antes, en el 1963, había salido a la luz la novela Rayuelade Julio Cortázar. Más cosmopolita si se quiere, emigrado del sur y ya en París con aguaceros, este argentino empieza a dar cátedras sobre el relato corto y resume ese trasiego desde el verano al revés argentino hasta el Cartier Latine de París, a donde se ha mudado con la Maga. Las influencias: casi las mismas que las de García Márquez, con la excepción de que este si podía leer en los idiomas originales algunos de los autores que lo marcaron. Los temas, con otros rostros, otras ciudades, nostalgias, ideas, otras escenografías y atuendos girando hacia ese ficcionar la realidad hasta hacer parecerla también… maravillosa. 

Solamente un año antes, 1962, y a pesar de que en el 58 había publicado su opera prima, “La región más transparente”, considerada por algunos críticos como primera novela del famoso boom, sale para el mundo “La muerte de Artemio Cruz”, desde el centro de la región, Carlos Fuentes en México, novela la complejidad de su país, pre y post revolución mexicana. Para algunos foráneos, este, como todos los libros emblemáticos del llamado boom, tendría la virtud recién descubierta de hacer que realidades amargas, resecas, terribles, fueran consideradas occidental y mundialmente hablando, como mágicas. La mirada literaria hacia el México de Fuentes en la primera parte de toda su obra, no dejaría de ser siempre fuente de más y más ficción, si tomamos en cuenta al “General” de su compatriota Ángeles Mastreta, visto años después con ojo de mujer en “Arráncame la Vida”. 

Y de vuelta en el sur, en ese mismo año de 1962, en Perú saldría a la luz otra de las obras consideradas emblemáticas del boom: “La Ciudad y los Perros”, de Mario Vargas Llosa, trasladándonos a todos hacia la ciudad de Lima, sus distritos, sus colegios, sus conflictos.

Hay otros, no tantos, como Guillermo Cabrera Infante en Cuba, que también fueron esencialmente escrituradores de esos momentos, en esas ciudades, en que la realidad se fragmentaba en lo político, lo social, lo cultural, dando entrada a otros continentes y conocimientos como barajas extras, en la mesa donde las cartas del boom barajaban los juegos de la muerte, la represión, la semilla, las tradiciones ancestrales, la pobreza, la soledad, las revoluciones y dictaduras, la miseria, el gorilismo, las movilizaciones estudiantiles, el hipismo, la tranculturación, etcétera.

¿Vieron las fechas? ¿Notaron cómo por esos mismos días estaba René del Risco y Bermúdez, en esta media isla, escribiendo? ¿Saben que después de emigrar de su Macorís del Mar, René fue militante catorcista contra la dictadura con la que fuimos matatanes en toda América Latina, porque Trujillo le ganó por mucho a otros tiranos de la región en cuanto a sangre y maldad y oprobio? 

Veamos al René que queremos ver influenciado por el Boom: Al final de la década del 50, preso en la ergástula sangrienta que se llamó Cárcel de la 40. Su exilio, su niñez pueblerina y su primera juventud militante, su adhesión a la causa constitucionalista en abril de 1965, su Viento Frío en la post guerra y su Primavera para el Mundo, sus canciones, su Sábado de Ronda en la televisión, su entrada a la publicidad dominicana seriamente, con RETO, para inaugurar, ahí también, una impronta que la marcaría para bien y para siempre. 

Veamos a la generación de René del Risco y Bermúdez. ¿Cuál fue la generación del autor al que este año se le dedica la Feria? Coetáneos, talleristas, revolucionarios, jóvenes de armas y plumas y remingtons a tomar. Poetas, narradores, dramaturgos… Varios de ellos se le escaparon a la vida misma muy a destiempo. Juan Sánchez Lamouth, Miguel Alfonseca, Jacques Viau Renaud… Sí, la generación de René es la de la aldea mangoneada primero y después en guerra, y un chin después, casi inmediatamente, en post-guerra. Y René, que fue uno de los que se fue a destiempo, vivió en 35 años, todas esas fracturas en tiempo y en espacio, vertiginosamente.

Montada en un concho azul con su capota naranja, por la Avenida Independencia, desde la cual en algunos momentos se podía todavía ver el mar, con el tun tun tun que provocaba en los neumáticos el cruce de cada paño empatado de cemento, transportada en contemplación del paisaje en movimiento y de ese sonido, atravesando en paralelo, con el mismo olor a sal y siguiendo de largo frente a aquella curva de la muerte donde René se volvió inmortal, voy a tratar de llegar a las verdaderas rupturas, fragmentaciones, discursos y acciones, a la vida del Santo Domingo que habitaron René y sus contemporáneos. A la vida de una ciudad, desde donde despachó la existencia una manera casi textual de influencia.

Macondo, Lima, Ciudad de México, La Habana, Montevideo, Buenos Aires, París, ocasionaron lo mismo en los autores más reconocidos del llamado Boom Latinoamericano, que no fue más que el reconocimiento primigenio a autores del tercer mundo por parte del primero y de sus poderosas casas editoriales. De modo que René, quien luego de hacer poesía casi exclusivamente en los años de guerra y en la primera postguerra, desde el año 68 hasta el 73, aproximadamente, se vuelca a la narrativa con sus extraordinarios cuentos y con ciento y pico de páginas de una novela que no llegaría a terminar, estaba escribiendo en una isla del Caribe, también en paralelo, casi simultáneamente a los autores del boom, con las mismas preocupaciones de ellos. Ciertamente tuvo, al igual que su generación, la posibilidad de leer algunas de las obras consideradas fundamentales de eso que no fue un movimiento literario latinoamericano, ni mucho menos. “Cien Años de Soledad”, por ejemplo. Pero lo vertiginoso de aquellos tiempos, el preludio de toda su obra y su obra misma ya terminada, vista muchas décadas después que como la vio Ramón Francisco en el prólogo a sus cuentos reunidos en “En el barrio no hay banderas”, o sea como una obra que quedó inconclusa sin que fuera tal, porque hoy podemos VERLA en su conjunto y analizarla desde afuera con menos indulgencia personal y más posibilidad crítica, lúcidamente, me inclinan a pensar que no fue tal la influencia de eso que se llama “boom latinoamericano”, ni en René, ni en ninguno de sus contemporáneos.

Los autores que hoy conocemos como precursores del boom, esos contados latinoamericanos que influenciaron a los de marras (al mismo tiempo que un chorro de foráneos como Faulkner, Kafka, Poe, por ejemplo), esos sí que llegaron a habitar, espectacularmente, el espacio de influencias. René mismo, en el cuento que da título a estas reflexiones, “No sirven después las palabras”, y que para mí encuentra su gran influencia en “El Túnel”, de Ernesto Sábato, da cuenta de sus intertextualidades abiertamente. Cita al mismo Sábato, a Jorge Luis Borges, a Juan Carlos Onetti. Curioso es pensar, que los llamados precursores del dichoso boom, estaban escribiendo al mismo tiempo que los del club, dejando algunos sus mejores obras después de aquellos años donde editoriales de todos los países empezaron a publicar a los latinoamericanos en todas las lenguas. Las intertextualidades están ahí, entre ellos mismos: En Cuba, Alejo Carpentier; en Guatemala, Miguel Ángel Asturias; en Argentina: Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato; en México, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti en Uruguay, Augusto Roa Bastos en Paraguay, y algunos más, ya habían escrito y seguían escribiendo. Y no dejemos de lado a precursores de precursores, especialmente en el relato, como Horacio Quiroga y Juan Bosch, de quien el mismo García Márquez dijo tener influencias y que tuvo una relación física, coetánea, escritural, de maestro, con René y sus contemporáneos aquí mismo, en la aldea.

Entonces, más allá de cualquier academicismo que me quiera hacer inclinar hacia un análisis de quién fue quién en estas influencias, me parece oportuno hablar de las temáticas que abordaron en principio los autores del boom e incluso los considerados precursores. Las ciudades, las dictaduras, los gobiernos militares, las recomposiciones sociales, la entrada a las distintas modernidades, las historias que se contaban en los pueblos (el vacá, la bruja chupasangre y los muertos con cadenas), los paquitos de Aniceto y Hermelinda y  los programas de televisión con indios y vaqueros, la muerte, los fantasmas, todo eso que inunda la textualidad y a todos los hablantes líricos de las obras escritas desde el inicio de la Guerra Fría hasta finales de la década del 70, son para mí las coordenadas donde debemos encontrarlos a ellos todos, en paralelo. Igualito que como se veía el malecón de la ciudad de Santo Domingo, en algunos puntos de la Avenida Independencia.

Ninguno de ellos tiene miedo de referirse a la realidad desde un vanguardismo que los hizo nombrar las cosas como querían que parecieran, para, desde descarnada realidad, pasar a ser mágica. Tampoco se agazaparon ante los neologismos que empezamos a usar por obra y gracia de la transculturación o del sincretismo, por ejemplo: ese tineyelde En el Barrio no hay Banderas, es un término que continuamos usando los dominicanos con mucha gallardía. 

Con los temas pasa lo mismo. Celina, Eréndira y Petra Cotes podrían ser una misma persona aunque no lo son, aunque sean contadas en medio de poncheras y de vacinillas, cito a René en “El mundo sigue Celina”:

“Treintisiete años y el corazón como una maraca estremeciendo la cama al amanecer y los ojos duros, bien abiertos, que no se quieren cerrar en ese ardor, en ese pensar toda la porquería que se ha vuelto la vida para nada, para quedar cansada y temblorosa.”

Entonces, no creo que el boom haya influenciado a René, a su generación, ni a nadie más. Es más, el boom no se influenció ni siquiera a sí mismo y qué suerte. Penetrar mercados e internacionalizarse, es una ruptura simplemente de eso, de mercado: de lo que se compra y de lo que se vende, cuya colateralidad, sí, resulta en bendición para lectores y escritores de todo el mundo, que lograrán desde varias lenguas multiplicar sus vidas y sus imaginarios.

De hecho, si he de ser sincera, ni siquiera entiendo bien el contenido que deberíamos abordar al momento de desarrollar el tema propuesto para este coloquio. Porque el reto que nos plantea la obra de René en este momento en que empezamos a rescatarla, es verla, leerla, estudiarla, con la distancia en tiempo, espacio y realidad que ahora se nos ofrecen. Y comenzar a tener el valor de verla en su totalidad como una obra TERMINADA Y COMPLETA, más allá de cualquier preferencia electiva, porque es una obra cuya grandeza y trascendencia radican precisamente en que, más allá de cualquier proceso reconstructivo, quirúrgico o correctivo desde la lengua, desde la sintaxis, desde lo que sea, fue consumada desde el corazón vibrante de un escritor definitivo y completo, no permeado por el afán editorial pero sí por la vocación y el ejercicio lúcido, virtuoso y consciente, que han motivado y concretado toda la buena literatura que se ha escrito y trascendido desde que el mundo es mundo.

Alguien dijo que comparar a René con Rulfo es descabellado. Yo digo que no. Porque el mexicano tuvo una vida larga para decidirse a que su obra tuviera dos nombres: Pedro Paramo y El Llano en Llamas. La historia de México y la nuestra, las calles de Macondo luego de la compañía bananera y las de Santo Domingo cuando comienza su entrada lenta a esa modernidad que prosigue a la sangre reseca, al olor a pólvora y putrefacción de abril, a los conchos, a Nancy, Herminia, Tony Cambumbo, Barajita, Chochueca, La Arena (barrio de los “cueros” de San Pedro de Macorís), a Ton detenido en un pueblo de sal y puerto mirando a los ojos al Horacio Olivera de Cortázar, que regresa a Buenos Aires para construir un puente entre París y él, entre Talita y la Maga, han sido legados por estos maestros a la posteridad con la misma intención, el mismo vértigo y las mismas destrezas.

Ver a René del Risco y Bermúdez como un escritor incompleto y en desventaja con los grandes autores latinoamericanos o no, del boom y de siempre, es ahora una necedad. Y sigue siendo ejercicio solapado o no, de muchas vacas sagradas y oxidadas, desde un elitismo desfasado a estas alturas. (Quiero decir… de muchos comemierdas.)

Abril 23, 2017 Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2017.